lunes, 16 de febrero de 2015

La legitimación de lo burdo

¿Se puede hacer una operación política tan morbosa que, como si fuera normal, incluya una presidenta y su canciller imputados en función de una denuncia de escaso basamento jurídico pero altísimo impacto mediático, el denunciante muerto en su casa de un balazo, periodistas del grupo económico que busca condicionar a ese gobierno como promotores de primicias diarias provenientes del Poder Judicial, un soldado-agente israelí fugado a ese país después de dar a conocer el crimen antes que nadie desde su rol en una redacción y, finalmente, la catarsis de un amplio coro que incluye como un circunstancial rejunte opositor a la conducción de la colectividad judía, a dirigentes sindicales y partidarios y a decenas de representantes de corporaciones, principalmente la judicial, tratando de movilizar sin consignas claras a la ciudadanía, mientras la verdad sobre la propia voladura de la AMIA se aleja cada vez más?

El interrogante es larguísimo (y podría serlo aún más) pero la respuesta es corta: Sí, se puede. No nos olvidamos de Lagomarsino, ni de Stiusso pero ellos son, a esta altura, los personajes menos controvertidos de esta historia. Es casi indiscutible que jugaron algún papel en el nudo y en el desenlace. Estuvieron cerca de Alberto Nisman durante varios años y deben saber, mejor que nadie, las circunstancias de su trágico final.  
A efectos de explorar las consecuencias políticas del caso, bien vale preguntarse acerca de la conducta de personajes como las diputadas pro-estadounidenses Patricia Bullrich y Laura Alonso, quienes hablaron en reiteradas oportunidades con el malogrado fiscal antes de su muerte, y prestar atención (mucha atención) al final del discurso presidencial del último miércoles. La insistencia de Cristina Fernández durante esos últimos segundos acerca de que "no vamos a aceptar ningún Braden" nos conduce inevitablemente a otra advertencia suya hace algunos meses: "Si me pasa algo, miren al Norte".
Y algo pasó. Está pasando. La secuencia es tan lógica como repetida. No es la primera vez (ni es factible que sea la última) que la lucha por el poder avasalla vidas, instituciones y voluntades. Pero ¿era necesario? Los propios hechos tienen la respuesta. Quienes lo hayan planificado lo creyeron necesario para terminar de debilitar a un gobierno que transita su epílogo, de por sí, con bastante menos fuerza, recursos y apoyo que cuando empezó. Derribarlo es imposible, salvo que logren producirle un descalabro económico, como en 1989.  

A la carga
Mientras tanto, la convocatoria de sospechados funcionarios judiciales a marchar en silencio puede conmover a una parte de la sociedad todavía minoritaria, bastante desentendida de la realpolitik y, aunque tuviera buenas intenciones, motorizada por una dosis no menor de hipocresía: es dable pensar que la mayoría de esos ciudadanos hace dos meses no sabían quién era Nisman aunque ahora se propongan encarnarlo. Por si acaso, más de uno irá con una bandera argentina a cantar el himno a la Plaza de Mayo, pese a que el fiscal fallecido reportaba su tarea antes a la embajada estadounidense que a las autoridades de su propio país.
Tampoco se trata, admitamos, de catalogar sin reparos, como una mera cuestión folclórica, a buenos y malos, pacíficos y violentos, patriotas y vendepatrias, a pesar de que tal dicotomía es habitual para la semántica de la política y hasta es natural siempre y cuando no rebase los límites de la convivencia democrática y la estabilidad institucional. El problema es que están muy cerca de violar esos límites (o ya lo hicieron) quienes asimilan a un gobierno electo por el 54 por ciento de los votos y que propone debatir en el parlamento cada decisión estratégica con una dictadura que debería dejar el poder ya mismo.
No sólo no lo va a dejar, si no que no pueden quitárselo, al menos hasta diciembre. Eso debe enervar a muchos trogloditas hacia quienes el país debería sentirse en deuda por la falta de educación cívica efectiva que se les hubo de impartir. Pero a los pocos que detentan el poder real (“los titulares”, los llamó una vez Cristina) quizá les alcance con movilizar a esa manada para mantener el aura catastrófica en sus medios de comunicación. De paso, dejar minado el terreno para que la próxima gestión haga lo que “debe” hacer: reorientar el rumbo del país hacia el orden mundial dominado por el ala más conservadora del poder financiero y, desde ese punto nodal, hacer todas las modificaciones que sean necesarias al andamiaje interno para adecuarse a ese orden.
Nada demasiado nuevo. En los últimos 100 años, en este y otros países de la región, este cuadro de situación se verificó en reiteradas oportunidades. Lo nuevo, quizá, está en la paradójica fortaleza del mandato popular, tan golpeado y mellado por errores propios, azares del destino e ininterrumpidas embestidas desde la vereda de enfrente.

El tiro del final
Hasta ahí, pura disputa por el control del gobierno del Estado. No es para asustarse. Lo que sí asusta es la forma en que se pone en juego esta tensión tan elocuente. En la guerra retórica, de los cantitos tribuneros y consignas maximalistas la encrucijada se vuelve tan cruel como bizarra, porque del otro lado no hay vergüenza en transmitir a viva voz deseos de muerte hacia la mujer que nos preside (un “viva el cáncer” remixado) o poner en tapas y zócalos televisivos alertas informativas que luego se refutan por los hechos mismos.
Tampoco tiene vergüenza un referente de los jueces de la Nación en declarar (siempre a través de los medios de “la causa”) que la gente “no vive con tranquilidad, no puede hacer sus cosas” (¿!). Si hasta pareció estremecerse el país, aunque sea durante una tarde, con el relato novelesco del “periodista” Damián Patcher acerca de su salida del país perseguido por...
El curso a la denuncia que anunció Nisman por TN contra Cristina, que ordenó seguir ahora su colega Gerardo Pollicitas, fue epigrafiado por la declaración de “la oposición” y “los empresarios” (La Nación dixit, aunque sólo eran Ernesto Sanz y Luis Etchevere) de que “hay preocupación”.  Días atrás, Estados Unidos propuso “colaborar” con la investigación y la diputada PRO Alonso sentenció: “Cristina ordenó todo”. Los tweets de Mia Farrow y Martina Navratilova, acaso, terminaron importando más que la propia voladura de la AMIA-DAIA y que el papel del propio Nisman, cuyo trabajó no llegó a revelar nada acerca del atentado pero sí sirvió para conocer que D’elía estaba contento por el comportamiento de la barra de All Boys en un acto, presuntamente después de pagarle 25 mil pesos. Así, la política se vuelve pornográficamente absurda.
Mientras tanto, en la estructura orgánica de la sociedad, la indiferencia de las mayorías, la incapacidad propia de organización y las fallas de gestión pueden ser elementos cruciales a la hora de determinar un resultado adverso para el que está en situación defensiva. La amenaza se torna virulenta si se toma en cuenta que, para el adversario, es mucho más fácil no respetar la democracia política en tanto su objetivo es destruir la democracia social y económica, y lo primero suele ser en países con constituciones liberales condición de lo segundo y lo tercero.
El inquietante trasfondo que aquí se plantea es cómo lo burdo puede ser al mismo tiempo legítimo. Posiblemente, para una sociedad reventada de consumismo e impregnada todavía de una matriz de pensamiento  colonial sean demasiado antagónicos términos como “soberanía”, “independencia” y “patria” pero eso no responde del todo el interrogante.  Algo (o mucho), como argentinos, nos queda por reflexionar si no queremos volver a vomitar dentro de pocos años el asco a la política y pedir qué se vayan todos. ¿Otra vez? Suena absurdo pero no es impensable.
No obstante, la sociedad no es un todo homogéneo. Pareciera haber al menos una tercera parte que sí está comprometida con esos términos y dispuesta a llevar adelante más profundizaciones que rupturas. Esos guarismos, en materia electoral, de por sí han de alarmar a la orquesta opositora vernácula y extranjera, a la cual por otro lado le saldría el tiro por la culata si alguna proporción restante de la población llegara a percibir lo sórdido y soez de sus maniobras y, ante la escasa seriedad de las ofertas alternativas, decidiera apoyar el camino de la continuidad.


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